miércoles, 22 de abril de 2020

LOS NIÑOS DE LA ESPERANZA
Año 2020, tras muchos decenios de desmanes y excesos, al ochenta por cien de los niños al nacer hay que practicarles una complicada intervención quirúrgica para cambiarles su débil corazón y sustituirlo por uno artificial. Instalarle un conjunto de válvulas y microchips que bombeen la sangre y controlen sus emociones e instintos primarios.

Isabel tuvo suerte, nació sana, fuerte, con un corazón hercúleo que le permitía correr, saltar, bailar... vivir. Una eterna sonrisa surcaba su rostro dibujándole dos hoyuelos perpetuos en sus mejillas. A diferencia de los niños de su edad que no conocían el placer de la sonrisa, ni la sensación del viento golpeándoles en la cara al correr campo a través, ni la placidez que otorga acariciar el cuerpo de otro ser, ni el cosquilleo del estómago cuando besas a un ser querido, pues su órgano postizo no permitía sentir, amar, compartir. Eran niños sin corazón.

Para salvaguardar la especie se decidió por ley que los niños sanos tuviesen colegios específicos, los mejores parques, y todo tipo de actividades lúdicas que les proporcionasen una vida sana y aparentemente feliz. A los descorazonados se les hacinó en colegios situados en suburbios y se les suprimió cualquier tipo de actividad puesto que su físico no podía resistir ejercicio alguno. Las relaciones y mezclas entre niños de ambos grupos estaban prohibidas, pues de corazones androides jamás nacía un niño sano.

Isabel, ajena a todo ese mundo, conoció a Pedro. Su encuentro fue frío, distante, e incluso grosero. Ella caminaba por el bosque y él andaba perdido con su silla mecánica ahorra-energías, y habiéndose topado con un obstáculo, miró a  Isabel y le increpó: “Oye, tú, Ayúdame”. Ella asustada y temerosa de una posible reacción violenta, decidió socorrerle, no sin tomar la precaución de sacar de su bolso un spray anti-ataque que su padre le regaló en su catorce cumpleaños.

Al día siguiente, a la misma hora ambos decidieron volver al mismo punto, por curiosidad, casi por azar. Isabel buscaba explicación a aquel trato, a esa frialdad, él la calidez, la ternura que esas manos habían desprendido al rozar su brazo por error cuando soltaba la silla. En el mismo obstáculo se encontraba Pedro en su silla, y junto a él, Isabel esperando que él le pidiese ayuda por segunda vez. Pero esta vez no ocurrió así, Pedro solo levantó la cabeza, la miró, e Isabel tras devolverle una sonrisa comenzó a empujar la silla para llevarle a lo alto de la colina y otear el horizonte.

Tarde tras tarde volvían allí, y tras trepar el montículo ambos se tumbaban sobre la hierba para divisar el atardecer. Al principio cuerpo junto a cuerpo, después uno de los dos apoyaba la cabeza en el pecho del otro para servirse de almohada. Una de tantas veces Pedro sintió curiosidad y preguntó a Isabel qué sentía al divisar aquel espectáculo del que él era incapaz de gozar. “Es como transportarte más allá del cuerpo, desprenderte de todo lo superfluo que te rodea y flotar en el espacio, llenarte de vitalidad y descargarte de nimiedades para dejar sitio a energías externas que te ayudan a ver el mundo de forma distinta” respondió ella.

Pedro, que era incapaz por naturaleza de mostrar emoción alguna, sintió en su interior que algún elemento no funcionaba bien, que su cuerpo estaba extraño. No era capaz de reconocer la profunda tristeza que le embargaba por no poder disfrutar de aquello que estaba viendo, y una furtiva lágrima brotó por vez primera de su ojo derecho, rodó entre su nariz y la cuenca de su ojo, bordeó ligeramente su mejilla y acabó en la comisura de sus labios. Al sacar la lengua y succionarla pudo notar su sabor salado, la densidad del líquido, además de notar el frescor que dejaba en su cara, y la sensación de alivio que se producía en su cuerpo.

El padre de Isabel se opuso tajantemente a aquella amistad, pues de seguir adelante su hija incurriría en un delito y podría acabar en un sanatorio para niños rebeldes. Intentó por todos los medios finiquitar la relación, mandó a Isabel al extranjero a estudiar idiomas, pero ella escribía a Pedro largas cartas. Le prohibió salir a la calle durante meses pero ella mandaba notas a su amigo amado con la muchacha de los recados. Finalmente hubo que claudicar y esperar que el destino cumpliese su cometido.

Así Pedro e Isabel pudieron seguir viéndose a diario, y ella cada día le llevaba a algún lugar distinto. Le llevó al circo y Pedro rió a carcajadas con los payasos, le llevó al zoo donde tocó por primera vez el pelo de un mono para sentir su suavidad y la piel de una serpiente que noto fría y viscosa, le montó en globo para que notase la suavidad del viento al golpear su cuerpo, también al teatro donde pasó de la risa al llanto en pocos segundos, y se identificó con los personajes. Y lo más importante, notó el placer de abrazar a alguien, de darle un beso, o de acariciar un cuerpo ajeno. Poco a poco, y sin darse cuenta, Pedro pudo experimentar nuevas emociones: rió, lloró, sintió rabia, ira, celos, felicidad, gula, deseo. En definitiva comenzó a vivir.

Con el tiempo Isabel tuvo que ir a juicio cuando ambos decidieron formalizar su unión de hecho. Allí tuvo que exteriorizar los avances que Pedro había experimentado. Era capaz de emocionarse, de demostrar sentimientos a los demás y sobre todo se había convertido en un hombre capaz de entregarse sin pedir nada a cambio. Para concluir levantó su blusa y mostró a los asistentes su vientre abultado e hizo que subiera un médico al estrado y con un fonendo comprobase que aquel niño que albergaba en su seno tenía un corazón sano que latía acompasado al de ella.

A partir de ese momento se organizaron cursos para formar emocionalmente a los niños sin corazón. Pero lo primero que el gobierno propuso fue cambiarles el nombre y llamarles “los niños de la esperanza”, la esperanza de que otro mundo sea posible.

Daniel Arévalo Cots

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