Relato con mención especial,
XVII certamen de relato corto 2022
Categoría B
PABLO BERTOS MATEOS - 4º ESO-A
UNA ODISEA
Aún resuenan en mi memoria los disparos de aquella noche. El llanto de las nubes parecía presagiar el mal que se cernía sobre nosotros: éramos su presa. Como la vaca que pace tranquilamente en la pradera, nosotros continuábamos con nuestra vida mientras los lobos, es decir, los poderosos, decidían nuestro futuro, que se tornaba hacia una muerte segura. La guerra daba comienzo, y lo daba en mi pueblo, mi casa, mi familia. Pronto las bombas explotaron todo lo que teníamos y nos sumían en un momento de miedo y angustia que todavía permanece en nuestros corazones.
Al oír ese estruendo me dispuse a salir de casa, a huir, dejándolo todo en ella. Por suerte, vivía solo. Corrí, corrí y corrí intentando escapar del fantasma de la guerra que se confundía con los fantasmas de mis antiguos vecinos. La lluvia arreciaba, lo que aumentaba la confusión, era imposible escapar de la ciudad (no había refugios antibombas y todos teníamos la esperanza de huir del conflicto abandonando la ciudad, ya que las bombas cedieron el testigo a las ametralladoras). La gente se agolpaba en las calles, produciendo un río de sangre debido a los que morían aplastados en la estampida. Sin embargo, esto no me disuadía de mi propósito, era con seguridad peor ser capturado.
En este intento desesperado por sobrevivir, divisé a una niña llorando, no tendría más de ocho años. Estaba frente a los cadáveres de sus padres. La guerra de los poderosos acababa con la vida, los sueños y las alegrías de una niña. Una guerra en la que el pueblo no pudo elegir participar, y en la que ahora se ve envuelto de la forma más cruel. El sonido de un disparo me sacó de mis pensamientos: debía salvarla. La recogí entre sus lloros y la conseguí sacar fuera del pueblo. Alcanzamos un bosque para descansar, después iríamos a la frontera con el país vecino como refugiados, estábamos sin teléfono ni medio de comunicación alguno: no sabíamos de qué lado se habían posicionado, pero no teníamos opción. La niña lloraba, la abracé. No sabía qué hacer, ¿cómo es posible que en un segundo se produzca una herida tan profunda que no sanaría quizás nunca? Le di de comer unos frutos del bosque. No le pregunté nada, ella tampoco, y continuamos el viaje. Éramos dos compañeros de viaje prisioneros del miedo, que permanecían junto a un desconocido para salvarse, sin conocer sus intenciones, arriesgando la vida, y, sin embargo, no tenían el valor de preguntarse el nombre. Bien por miedo a romper a llorar, o bien porque no rompa el otro.
Llegamos a la ciudad vecina. Dos arroyos brotaron del manantial de nuestros ojos: todo estaba destruido. Un escalofrío recorrió nuestro cuerpo cuando sentimos a Tánatos recoger las almas de las víctimas de aquella masacre. Todo estaba repleto de muertos. Sin decirnos nada, empezamos a correr lejos de ahí, huyendo de ese naufragio de sangre, huíamos de lo que eso significaba: nuestro pueblo había corrido la misma suerte.
Un día, ella me habló, se llamaba María. Solo me dijo su nombre, yo le dije el mío y volvimos al mutismo. Nos abrazamos y lloramos. No me atreví a hablar con ella, evitando hablar de ello, me intentaba engañar, no tendría que pensar en la muerte de sus padres. Ahora, mirando con perspectiva, fui egoísta, solo intentaba huir de mis problemas: mis padres habían fallecido meses antes y no lo había superado. No sabía cómo ayudarla a ella, no me di cuenta, pero a veces no hacen falta palabras, sino demostrar que estás ahí, a su lado.
Días después llegamos a nuestro destino. Unos hombres nos saludaban. Ella me dijo que eran sus tíos. Me abrazó, me dio un beso en la mejilla y se fue corriendo con ellos sin yo poder reaccionar. ¿Cómo expresar que era lo único que había tenido desde la muerte de mis padres? Yo no tenía amigos, ni familia. Cuando había encontrado a alguien, desaparece. Un pensamiento egoísta cruzó mi mente, ¿y si le pedía que se quedara conmigo? No lo hice, tenía un futuro, yo no. Seguí mi camino sumido en la soledad de quien no le queda nada: la soledad de la guerra.
Julián Carax
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