lunes, 29 de enero de 2018

LECCIONES DE POESÍA PARA NIÑOS INQUIETOS Luis García Montero

LO ORAL Y LO ESCRITO.  “Me gusta pintar las palabras de colores, rellenarlas en mi imaginación igual que las casas y los árboles en un cuaderno de dibujo. Siempre he pensado que la palabra «Palabra» es blanca, como la nieve pura, la nieve nieve, la que cae durante días y noches en lo alto de las montañas, sin que nadie la pise. La nieve va nombrando el mundo, hace sus muñecos, pinta de blanco las copas de los árboles, los tejados, las casas, las calles, los coches, el cubo de la basura, los bancos solitarios del parque. La nieve levanta una realidad fugitiva, que desaparece cuando el sol manda sus rayos a la tierra y la ciudad empieza a gotear. La nieve es un milagro, una maravilla, un cuento, un poema, pero resiste poco tiempo. Las calles se convierten en una inmensa gotera, en un escalofrío que se filtra por el cuello del abrigo y por los descuidos de las botas para regalarnos un buen resfriado.                                                                                                                                                                   La nieve y el vaho de la ventana se parecen a una conversación. Las palabras de las conversaciones se esfuman, se las lleva el viento, sólo sirven para entendernos en un momento preciso. Las palabras salen de la boca, entran por los oídos y luego se derriten o se van memoria adentro como un pájaro que acaba por desaparecer. Los seres humanos han inventado algunas cosas para que las palabras no desaparezcan: contestadores automáticos, magnetofones, el cine sonoro.... Pero lo primero que inventaron fue la escritura. La escritura es como una nieve que no se deshace, una maravilla que consigue durar, una conversación que quiere mantenerse en el tiempo.                                                                                                                                                    
Las palabras de la escritura pueden esperar años  en una libreta, en un libro, en un periódico, hasta que lleguen los ojos que quieran recuperar el diálogo interrumpido. Las tribus antiguas se reunían alrededor del fuego para contarse sus historias. El más anciano solía tomar la palabra y recordar el pasado común de todos los seres pertenecientes a la tribu:                               
      — Yo, Rayo Fugitivo, nieto de Águila Blanca, hijo de Caballo Loco y padre de Flecha Certera os voy a contar la historia que sucedió.... Así, Rayo Fugitivo recordaba la historia que le habían contado Águila Blanca y Caballo Loco, y le anunciaba también a su hijo, Flecha Certera, que alguna vez debería seguir con la antorcha de las palabras, contar la historia de la tribu para que no se perdiese en el olvido.                                                                           
     Pero las conversaciones y la nieve son fugitivas, y pasan como el tiempo, como el agua, como los coches en la autopista. Los seres humanos inventaron la escritura, una palabra que no se pierde, que puede esperar en las bibliotecas la llegada de su lector.                                                                                                                                         
     Escribimos para detener un poco el tiempo, para llevar nuestra vida a muchos kilómetros y a muchos años de distancia. Los poetas también se sentaron muchas veces junto al fuego y recorrieron las plazas de las ciudades y los grandes salones de los palacios para recitar sus versos. La poesía, como las viejas palabras de la tribu, era una conversación, una reunión oral. Luego los poetas descubrieron la escritura como una forma de luchar contra el tiempo, de llegar a más sitios, de pensar con más precisión en las palabras. Los poemas son las nuevas palabras de la tribu. El poeta aprende a mirar, enciende el fuego de la vida con sus ojos y consigue fijar sus palabras en el tiempo gracias a la escritura, esa nieve que no se deshace, aunque lleguen las mañanas de sol, los veranos, los años y los siglos.                                                                                                                                                                 
    La literatura es el arte de conseguir que el tiempo se quede a vivir con nosotros, sin que quiera escaparse, sin necesidad de meterlo en una jaula. La literatura es también como tener un cuarto propio, un fuego personal para calentarnos cuando sentimos frío. Podemos abrir los libros como se abre la puerta de nuestro cuarto, ése que nos ha costado tanto trabajo conseguir.                                                                                                                         
   Cuando era pequeño, dormía con tres hermanos en la misma habitación. Si quería jugar, ellos estaban estudiando; si yo estudiaba, ellos querían jugar. Si tardaba en apagar la luz por las noches, mis hermanos protestaban porque les impedía dormir. Nos llevábamos bien y no era difícil ponerse de acuerdo, pero a veces es necesaria la intimidad, un fuego solitario para nosotros solos. Cada vez que abro un libro, gracias a la escritura, siento todavía la misma sensación de intimidad que descubrí cuando mis padres cambiaron de casa y tuve un cuarto para mí solo. Por eso digo que disfrutar de la literatura es lo mismo que conseguir un cuarto propio. Un libro es como la habitación que llamamos nuestro cuarto.” (“La escritura”, pp. 106-108)

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