miércoles, 23 de octubre de 2019

🍁24-Oct. DÍA DE LA BIBLIOTECA🍁
Antonio Basanta, Leer contra la nada.
La primera biblioteca que conocí en mi vida fue mi madre.
Ella fue quien antes me desveló el secreto de las palabras, su capacidad mágica de crear historias.
Cada noche, antes de dormir, visitábamos las estanterías de la memoria. Y un día era una canción antigua –“Gerineldo”, “Delgadina”, Blancaflor”…- otro, un cuento de los de siempre: Pulgarcito, El gato con botas, La bella durmiente o Caperucita, esa que nunca más podrá ya volver a Manhattan…
Las más, unas rimas o unas risas.
Más tarde aquellas palabras llegaban también a través de las ondas, como el mar. Alrededor de una radio que a todos nos congregaba –todavía no había aparecido el autismo del transistor- escuchábamos embelesados las andanzas de Aladino, los viajes de Simbad, las aventuras del inefable Diego Valor o las tribulaciones castizas del buen Garbancito de la Mancha, tan pequeño él que apenas podía salir de la oreja de un buey donde había caído.
Y el baúl de las historias se iba llenando. Y jamás dejaba de haber sitio en él  para una nueva. O para las mismas, siempre repetidas, aunque nunca idénticas.
Unas paperas me trajeron mi primer libro. Unas anginas, el segundo. Un cumpleaños, el tercero. Y así, poco a poco, fue naciendo mi biblioteca personal, imprevisible y caótica, como la vida misma. Abarcaba del tebeo al cómic, de los libros de pandillas a las aventuras de Salgari –todavía recuerdo con estremecimiento el día en que, de su mano, descubrí la palabra cimitarra, afilada y cortante como la voz que la identifica-; de mi querido Verne a mi adorado Stevenson.
Aquellos libros surgían como por obra de un mágico sortilegio, frente a la monotonía de cartillas y vademécums, plúmbeos y patrióticos manuales, reflejos fieles de una escuela en la que caso todo crecía aburrido, predecible, gris. (…)
Por eso le debo tanto a Guillermo y al loro Kiki, a Marcelino y al capitán Haddock, a Carpanta y al Nautilus, a Sandokán y a esa pandilla de niños que, soltando amarras, zarparon una noche para vivir dos años inacabables de vacaciones.
Con ellos descubrí que había otra forma de leer. De vivir cobijado en el palpitar de los textos, mecido por el rumor de las voces que resuenan en ese tiempo de silencio, en esa soledad sonora que toda lectura significa. Gracias a ellos me supe feliz habitante del bosque de las palabras. 

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