jueves, 8 de marzo de 2018

Día Internacional de la Mujer

Del libro de Rosa Montero Historias de mujeres

George Sand - La plenitud

Balzac la llamaba la leona de Berry, y desde luego George Sand respondía al estereotipo de ese gran felino: era una fuerza animal, una criatura poderosa e indómita. De joven fue tenida por una mujer muy atractiva, sobre todo por sus ojos, tan negros como un mal pensamiento, extraordinarios, unos ojazos como lagos oscuros que anegaban su cara (“sus miradas ardientes me volaban el corazón”, decía Chopin); pero su mayor encanto residía en otro tipo de belleza: en su integridad, su sabiduría, su pasión generosa. Valores que se fueron haciendo más y más evidentes con el tiempo, de manera que George Sand/Aurore Dupin fue aumentando su capacidad de atracción a medida que envejecía y conquistando cada vez amistades más profundas, como las de Gustave Flaubert o Dumas hijo. (…)

Esa completa libertad interior fue sin duda una conquista de su coraje y de su inteligencia, pero también pudo hacerlo gracias a vivir justamente en un instante histórico propicio al cambio y a la ruptura progresista: el Romanticismo. “Libertad en la literatura, en las artes, en la industria, en el comercio, en la conciencia. He aquí la divisa de la época”, decía Víctor Hugo, definiendo el espíritu del movimiento. (…)

Poseía una ardiente y generosa capacidad para enamorarse (“no puedo, ni quiero, vivir sin amor”) e hizo uso de ella de manera abundante. En eso, como en todo quiso desarrollarse cada vez más como persona; y así, con el tiempo consiguió ir siendo más feliz y querer más atinadamente. Pero los primeros años de su vida adulta fueron caóticos y febriles, un vaivén de pasiones arrebatadas. (…)

Adoptar un sobrenombre masculino era un recurso habitual entre las escritoras del siglo XIX. Se buscaba así proteger la identidad y el prestigio social de la autora (las mujeres sabias no estaban bien vistas), y, al mismo tiempo, conseguir del público una lectura carente de prejuicios (los libros escritos por señoritas eran considerados de entrada como una literatura menor). Por otra parte, el mundo era por entonces tan sexista que había un lenguaje social y cultural que no estaba al alcance de las mujeres. (…) Sand, en fin, rompió el tópico y el encierro de su destino de hembra: por eso sumió el nombre de George hasta en su vida íntima. No porque quisiera convertirse en un varón, sino porque era un tipo de mujer que no estaba incluido en los cánones. Ella era otra cosa: montaba a caballo, trepaba montes y, en sus excursiones a pie por el campo, dormía sola, ataviada como un varón, a la intemperie. Sand sabía que los estereotipos sociales en razón del sexo aran absurdos y limitadores, de manera que se aplicó a dinamitarlos. Y así, en el libro Cartas de un viajero, por ejemplo, escrito como el resto de su obra, desde la voz de un varón, el narrador llega a decir: “Yo soy un poeta, esto es, en realidad una mujer”, cerrando el círculo de ambigüedades y transgresiones: es la dama que finge ser un hombre que se confiesa femenino. Toda la obra de Sand está escrita desde esa intensa percepción de la libertad personal. (…)
Buscaba su camino desdeñando los insultos y los halagos, asombrosamente libre y siempre dispuesta a arriesgarse, a probar y a equivocarse. Lo hacía todo: escribía incesantemente, y pleiteaba contra su marido para recuperar Nohant y la tutela de sus hijos, y tenía numerosos amantes. Era sensual, vital, inmensa. (…).
A los treinta y cuatro años, Sand se encontraba cansada de sí misma y de su compulsiva necesidad de amar, que le hacía inventarse una pasión tras otra: “Siempre persiguiendo sombras: me hastío”. Deseaba un amor estable y sereno, y a veces temía no saber querer. En ese momento apareció Chopin, que tenía veintiocho años, un carácter difícil, tuberculosis y asco al sexo. (…) 
Pero será Alexandre Manceau el amor de su vida. Vivieron juntos durante quince años, hasta que él murió de tuberculosis. “Ahora sé que a las mujeres viejas se las ama más que a las jóvenes”, escribió triunfalmente Sand en la época de sus inicios con Manceau. Tenía razones para sentirse satisfecha: hacía tiempo que ya no pensaba en el suicidio, el spleen había desaparecido de sus escritos, cada vez amaba y vivía con más serenidad y más hondura. Esta evolución hacia la plenitud es el mayor logro de George Sand. (…) Aunque la pérdida de Manceau y de su nieta Niní le partieron el corazón, Sand siempre fue capaz de volver a escribir, volver a soñar, volver a enamorarse: “La cobardía no es abnegación: ay de aquel que se resigna”. Ella desde luego, no se resignaba nunca: “me parece que estoy empezando mi vida de nuevo”, escribió a los sesenta y tres años”, “Para mí la vida es siempre la hora presente”. (…)
Un día, tenía setenta y dos años, enfermó de obstrucción intestinal. Durante un par de semanas no se sintió mal, pero supuso que el final estaba cerca. Al cabo empezaron los dolores: eran brutales. George gritaba pidiendo la muerte, que tardó nueve días en llegar. La suya fue, en suma, una agonía completa y cabal, tan intensa como el resto de su existencia.
Pero es probable que, de haber conocido anticipadamente este tormento, la valerosa Sand lo hubiera aceptado como algo coherente, Se me ocurre que hubiera estado dispuesta a pagar con nueve días de sufrimientos por una vejez que no le llevó al deterioro ni a la senilidad, por una vida plena hasta el final. Tres horas antes de que empezaran los dolores escribió sus últimas líneas en la carta que dirigió a un sobrino: “No te preocupes. He visto a otros y además ya he durado mucho, no me entristece ninguna eventualidad. Creo que todo está bien, vivir y morir, es morir y vivir cada vez mejor. Tu tía que te ama, George Sand.”

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