martes, 6 de marzo de 2018

Día Internacional de la Mujer

Del libro de Rosa Montero Historias de mujeres

Hermanas Brönte. Valientes y libres

Permitidme que os cuente un cuento, un relato que desasosiega y embelesa: es la historia real de la familia Brönte y de tres hermanas singulares, tres tímidas vírgenes que vivieron perdidas en un pueblo remoto; y allí solas, entre las estepas y los vendavales, esas delicadas doncellas (Charlotte, Emily y Anne) escribieron novelas poderosas y brutales, colosales novelas llenas de fulgor y de tinieblas. Como en los cuentos de hadas, las tres hermanas triunfaron al final por medio de un portento; pero en su caso lo prodigioso no consistió en que una fea rana se convirtiera en príncipe, sino en que unas insignificantes solteronas a las que nadie escuchaba rompieran su silencio, súbitamente, con el tronar de una voz literaria maravillosa. Hoy las Brönte son una leyenda. (…)
Ya se sabe que el padre era un pastor evangelista; fue nombrado párroco de Hawoth y allí, en la rectoría, vivieron y murieron las hermanas. En cuanto a la madre, en siete años dio a luz a seis hijos, cinco niñas y un varón; e inmediatamente después se dispuso a morir de cáncer de estómago. Se criaron pues con su padre, Patrick Brönte, un personaje contradictorio y extraño. (…)
Muy solas, muy carentes de intimidad con el padre y muy acostumbradas a una vida estoica tenían que estar las niñas Brönte para aguantar sin quejarse la indecible tortura de la escuela de Cowan Bridge, donde fueron enviadas en 1824. El padre envió a las cuatro mayores: María, Elizabeth, Charlotte y Emily. Tras la muerte de María a los once años y de Elisabeth a los diez años a causa de la tuberculosis el padre sacó del colegio a Charlotte y a Emily. A partir de entonces, y salvo unas breves incursiones a una buena escuela de señoritas y a un internado en Bruselas, las hermanas se educaron en Haworth. Allí recibían clases del padre, cosían, leían y sobre todo escribían. (…)
Eran muy miopes, poco agraciadas, inteligentes, cultas, orgullosas y pobres: con esas características, y en aquella época, el futuro de las Brönte era muy negro. Por entonces las mujeres no podían entrar en las universidades, y una señorita decente no tenía más posibilidades de trabajo que ser maestra o institutriz. Ambos empleos, humillantes y mal pagados, practicaron las Brönte. Pero lo que ellas deseaban era escribir. (…)
Es en estos años terminales y siniestros cuando las hermanas, en un alarde de decisión y fortaleza, se autopublican sus primeras obras: un libro de poemas que sólo vendió dos ejemplares y, en 1847, tres novelas: la interesante Agnes Grey, de Anne; la hermosa Jane Eyre, de Charlotte, y la magistral Cumbres borrascosas de Emily. Firmaron con los seudónimos de Acton, Ellis y Currer Bella, y nadie, ni sus editores, sabían que los autores eran tres muchachas provincianas de veintisiete, veintiocho y treinta años. Las obras tuvieron un gran impacto; Jane Eyre se convirtió en el gran éxito de la temporada, aunque los críticos consideraron que la obra estaba llena de “rudeza masculina, grosería  y libertad de expresión”, esto último dicho como un insulto. Los críticos fueron aún mucho más agresivos con Anne  y sobre todo con Emily, cuyo libro les pareció “salvaje, brutal y odioso”. (…)
Las Brönte apenas si abandonaron físicamente las estrechas paredes de su casa y el páramo vacío, pero se atrevieron a pensar, a imaginar, a transgredir los límites. Pese a todo fueron criaturas libres e indomables: “Sí, mis días corren veloces a su fin;/ esto es todo lo que pido:/en vida y muerte un alma libre/ y valor para aguantar”, escribió Emily en uno de sus últimos poemas. Entre tanto dolor y tanta tragedia, me vienen a la memoria ahora, como si fueran míos, algunos recuerdos felices de las Brönte: Anne en Scarborough, el día antes de su estoica muerte, contemplando con sereno embeleso un atardecer glorioso sobre el mar. Y las tres hermanas en la pequeña sala de la rectoría, por la noche, después de que todos se hubieran acostado, apagando las velas y dejando tan sólo el resplandor de la chimenea; poniéndose entonces las tres a caminar muy deprisa en torno a la mesa, inventando las escenas de sus novelas en voz alta, recitándose los poemas una a otras con aliento salvaje, llenando el aire oscuro con el chisporroteo de sus palabras bellas, poderosas palabras inmortales.




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