jueves, 18 de mayo de 2023

 Esencia de niño, cuerpo de adulto

Julia Naranjo Pérez - 1º Bach C 

Actuaciones navideñas, disfraces ridículos, fiestas en familia, la hora del cuento por las noches…

Miles de momentos que aunque sabes que son simples acciones que los demás niños hacen en su día a día, para ti, definieron tu infancia y sí, definitivamente los enmarcaría para vivirlos una y otra vez. Al menos de eso te das cuenta ahora, porque una vez que pierdes momentos tan simples como esos o el contacto con personas con las que diariamente te reías, es cuando te das cuenta de que esos recuerdos lo son todo y valen oro. Esos momentos que te regalaban una visión inocente de la vida que hoy en día, cuando creces y maduras, no encuentras tan fácilmente.

Mi época favorita desde que tengo uso de razón es el verano. Viajes interminables a la playa mientras escucho a mi padre conversar con mi hermano sobre el paisaje que nos rodea, y mi madre y yo intentamos escuchar la música que suena en la radio.


El momento mejor es, sin duda, cuando bajo la ventanilla del coche para empezar a percibir el aroma a playa y emocionarme por haber llegado finalmente a nuestro destino. 

Siempre he amado la playa y la calma en la que te sumerge, haciéndote sentir como si ella y tú fueseis uno. Y aunque ahora la disfruto de una manera diferente, lo cierto es que cada vez que voy, es inevitable recordar cómo mi hermano y yo solíamos enterrarnos mutuamente en la arena hasta que nuestros cuerpos desaparecían y lo único que podía delatar nuestra presencia eran las cabezas sobresaliendo.

Mi padre nos ayudaba, él siempre era cómplice en nuestros juegos. Algo muy característico suyo es su esencia de niño, es algo que siempre estuvo ahí y mi hermano y yo lo hemos podido disfrutar más que nadie. Mi padre siempre se encargaba de sumergirnos en una nueva aventura cada día, aunque se tratase de algo tan común como ir a pueblos cercanos en bici. En concreto nunca olvidaré cuando nos mostró el pueblo en el que nació.

A primera vista era pequeño, vacío, solitario, nada especial, ¿verdad? Pero en aquel entonces, lo único que mis ojos percibían era el extenso campo que nos rodeaba, lleno de animales y olivos, lo cual me llamó la atención desde el primer minuto que lo vi.

Recuerdo un estrecho río por el que tuvimos que cruzar para llegar al otro lado de la orilla a través de una tabla de madera enorme que se encontraba allí atada con una cuerda a un árbol haciéndonos de balsa. He de admitir que me daba un poco de miedo caerme al agua pero no dejé que eso me privara de descubrir qué se encontraba al otro lado, así que recuerdo dejar la bici apartada a un lado y con la ayuda de mi padre subir a la superficie flotante. Los tres tiramos de la cuerda para conseguir llegar al otro lado y finalmente al bajarnos descubrimos una amplia pradera con montones de flores de todos los tipos. Nos tumbamos allí durante una hora escuchando las historias que mi padre nos contaba sobre sus propias aventuras en aquel pueblo, a cual más emocionante.

Ayala nos acerca un poco más a su familia contándonos historias sobre ellos o el papel importante que estas personas tuvieron en su vida. Por ello al instante supe que debía relatar algo tan importante en mi infancia como es mi padre y todas las experiencias que pude vivir gracias a él, todo lo que me enseñó y a día de hoy me sigue enseñando.

Es importante no perder nunca ese espíritu aventurero con sed de aprendizaje y ganas de vivir la vida, siempre disfrutando de cada pequeño detalle, de cada momento, de cada segundo con esa persona.


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