Los misterios de mi infancia
Andrés Fernández Cervell - 1º Bach. A
“El Molino”. Es el nombre coloquial que le da mi familia a la casa de mis abuelos. Ante sorpresa de nadie, hace unos años era un molino de trigo, que daba alimento a una parte importante de los pueblos de Granada. Un edificio antiquísimo, que ha sobrevivido a tormentas, terremotos, e incluso a una Guerra Civil. Mi padre y mi abuelo me suelen hablar de cómo conseguían vender cientos, e incluso miles de sacos al día en las épocas de esplendor, en las que contaban con empleados y dinero para invertir en mejorar la maquinaria, pero también sobre los momentos de crisis, cuando mi abuelo tomó las riendas de una fábrica entera, y tuvo que mantenerla con tan solo la escasa ayuda que mi padre y sus hermanos (en ese momento niños) podían brindarle, mientras que mi abuela, como era habitual en la época, se encargaba siempre de las tareas de la casa.
Desafortunadamente, poco de esto me ha llegado a mí, no pudiendo ver mucho más allá de un conjunto de máquinas cuyo funcionamiento me parece incomprensible, llenas de telarañas y suciedad, unidas a una vivienda antigua, que suelo visitar en las comidas familiares.
Sin embargo, para mi mente de niño (que sigue estando presente en mí con cierta frecuencia), había mucho más que eso. Un aura de misterio teñía aquel lugar.
La higuera de la entrada, rodeada siempre de centenares de hormigas, a las que yo observaba fijamente durante horas. Porque poco hay más divertido para un niño curioso que ver cómo seres diminutos corren y transportan su alimento.
Tras ingresar al edificio, a la izquierda se encuentra el molino, introducido por un largo y oscuro pasillo, que conduce por un lado a la maquinaria, un sistema perfectamente estudiado de aparatos de valor incalculable en la época, aunque se cuentan muchas anécdotas sobre el desastre que producían los más mínimos errores en su funcionamiento, así como el esfuerzo que había que desempeñar para poder arreglar los desajustes. Recuerdo que en esta zona solíamos jugar al escondite, aunque por las condiciones de higiene, mi yo del presente piensa que no era la actividad más recomendable. En la banda opuesta del ya mencionado siniestro pasillo se encuentra la nave, un espacio enorme, en el que he pasado horas y horas jugando a la pelota con mis primos. Solo presenta un pequeño inconveniente: seis viejas y endebles ventanas. Aún sigo sin comprender cómo no hemos roto ninguna todavía.
Volviendo a la entrada, y siguiendo recto se encuentra la vivienda, una casa que podría considerarse lujosa para su época. En la planta baja destaca la oficina, donde me tiraba las horas muertas usando la máquina de escribir, en la que redactaba cuentos mientras rogaba que la tinta fuese infinita.
Al subir las escaleras, se puede acceder a una habitación provista de decenas de cuadros de miembros de mi familia. Suponía un reto para mí encontrar la relación que cada persona tenía conmigo, principalmente porque la mayoría eran desconocidos.
Tras este cuarto, llegamos al comedor. El calor de la chimenea, el temblor del suelo cada vez que alguien hace un movimiento ligeramente más brusco de lo habitual y el olor del perfume de mi abuelo hacen que entrar en esta sala se sienta como una sensación única.
Algo similar ocurre al acceder al salón, en el que siempre me viene a la cabeza una imagen que fue la tónica dominante de esta habitación durante muchos años: mi abuela sentada en el sofá, con una sonrisa en la cara, tapada por una manta rosa, incapaz de recordar nuestros nombres. Esa sonrisa se fue diluyendo con el paso del tiempo, y pasó a convertirse en una mirada perdida. En ese momento, yo ya entendía relativamente lo que ocurría, y mi primo pequeño me preguntó: ¿Qué le pasa a la abuela? Me quedé en blanco. No tenía los recursos lingüísticos suficientes para dar una respuesta lógica a un ser de 4 años sin herir sus sentimientos. Suerte que mi tía escuchó la pregunta y le dijo que la abuela estaba malita, que pronto se recuperaría. Todos sabíamos que eso no iba a pasar, pero por un momento me lo creí.
Ser un niño me permitió digerir el hecho de ver a mi abuela en esas condiciones, a mi abuelo y a sus hijos luchando por cuidarla y por salir adelante. Mi mente infantil tiñó de romanticismo la situación, transformando un lugar que tiene los días contados, aferrado al recuerdo de lo que llegó a ser en su esplendor, en un misterioso patio de recreo en el que jugar, desentrañando los secretos que oculta a través de las distintas generaciones de mi familia.
Por esta y por muchas otras razones, “El Molino” siempre será una parte importante de mí.