domingo, 14 de junio de 2020

La entrada al castillo
Tendría yo ocho años y estaba con mi hermana en una habitación de nuestra casa de Salamanca que llamábamos “el cuarto de atrás”. Era el cuarto de jugar y el de dar clase y tenía un sofá viejo tapizado de pana verde. Aquella tarde, doña Ángeles, una maestra delgada y amable, que vestía de luto y a la que yo admiraba mucho porque tenía las cejas muy finas y la letra muy clara, abrió con solemnidad un libro de tapas grises que ya nos había encomiado en otras ocasiones, nos volvió a advertir que encerraba los mayores tesoros de la lengua castellana, y se dispuso a leernos uno de sus episodios que según ella, ya estábamos capacitadas para degustar. “Atended bien –nos dijo-, porque mañana me tenéis que hacer una redacción sobre este capítulo”. Yo me puse a mirar por la ventana. Por encima de una tapia que respaldaba el cobertizo con lavaderos donde bajaban a hacer la colada las criadas de la vecindad, asomaban las copas de unos árboles  pertenecientes al jardín de la casa de al lado. Era un atardecer de invierno y una luz muy bonita teñía de rosa los contornos cambiantes de las nubes que viajaban sobre aquellos árboles. Así, con los ojos fijos en la transformación de las nubes y presa de una excitada desazón, escuché por primera vez la lectura de aquel texto que estaba condenada a entender y apreciar debidamente.


Dos extraños personajes andariegos y charlatanes, de los cuales previamente se nos había informado que uno estaba loco y otro no, llegaban platicando y cabalgando en compañía de otros dos a quienes habían encontrado por el camino, duque y duquesa, al castillo de esta pareja ilustre, y allí se les deparaba una solemne acogida. Doña Ángeles leía de una manera reverente, pero a ratos hacía pausas en las que yo, dejando de mirar las nubes para mirarla a ella, me daba cuenta de que estaba sonriendo con deleite y con una especie de complicidad, como si nos forzara a compartir su placer y su sonrisa. Yo me sentía incómoda, expulsada de aquel placer incomprensible, al que más que invitarme se me obligaba. […]
Ya no me acuerdo, como es natural, de los términos en que elaboré aquella redacción infantil, […] pero lo que sí recuerdo es que, mirando las nubes, me había descorazonado una evidencia: doña Ángeles había entrado con Cervantes en el castillo de los duques y yo no; me parecía insuficiente haber visto a unos palafreneros vestidos de raso carmesí que ayudaban a bajar de su cabalgadura al caballero loco y a unas doncellas que cubrían sus hombros con un manto escarlata; esos los veía igual que el color de las nubes que estaba mirando, pero el acceso al secreto del castillo me estaba vedado todavía. […]
Es muy aventurado declarar que desde aquel día sintiera yo la picadura de las letras, pero sí puedo decir que identifiqué el castillo de los duques con el castillo inexpugnable de la literatura y que decidí tener paciencia y esperar. Porque si algún día llegaba a conquistar y habitar aquel recinto deleitoso, los caminos los tendría que descubrir yo y andarlos por mi propio pie, supe que las claves de doña Ángeles y del diccionario no valían para nada. Mi hermana, en cambio, más sanchopancesca, se limitó a decir que el Quijote, por mucha fama que tuviera, le parecía una paparrucha y que no le veía la gracia a aquella historia por ningún lado.
Años más tarde, cuando decidí enfrentarme a solas con algunas de las lecturas que se me habían atravesado en la infancia, hubo una temporada en que empecé a llevarme el Quijote por las mañanas al Campo de San Francisco, un recoleto parque salmantino del que gustaba mucho don Miguel de Unamuno, y al llegar, ya muy embriagada y divertida, a ese capítulo de los duques, que es el XXXI de la segunda parte, me paré con sobresalto en el comienzo del segundo párrafo, donde dice: “Cuenta, pues, la historia, que antes que a la casa de placer o castillo llegasen…” No pude continuar, se me aceleró el pulso y me nació de lo más hondo una sonrisa secreta que  nadie podía compartir. Miré alrededor. Una pareja de novios se abrazaba en un banco cercano, sin reparar en mí; escuché la algarabía de los pájaros escondidos sobre mi cabeza, vi los dibujos del sol en el suelo, no pasaba nadie más. Nadie  se había dado cuenta del extraño prodigio.
 De repente, desde aquel mismo texto que de pequeña me había arrojado el primer anzuelo de provocación y oscuridad. Cervantes en persona me hacía un guiño y me daba el espaldarazo de caballero andante de las letras al confiarme a mí directamente, sin que ningún intermediario estorbara el mensaje, que el castillo se identificaba con la casa de placer, esa que venía yo desde hacía días habitando. Hasta el momento en que me consideró realmente capacitada para entenderlo, no me lo había dicho.

Aquella mañana de primavera, en el umbroso jardín salmantino, me sentí en posesión del talismán soñado. De allí en adelante, podía dedicarme por mi cuenta y sin más títulos universitarios que los que aquel placer me otorgaba, al comentario de textos. Don Miguel de Cervantes me había cursado la invitación. Personal e intransferible.

El cuento de nunca acabar. CARMEN MARTÍN GAITE.

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