Concurso provincial de la Fundación Francisco Ayala "Recuerdos de Granada"
Este texto escrito por Miguel Ángel Martín Meliá de 1º Bach-A ha sido seleccionado para ser publicado en el libro correspondiente de la Fundación Ayala de este 2021.
Damos la enhorabuena a Miguel Ángel y las gracias a todos los que han participado.
Me he inspirado en el pasaje “Sentimientos y emociones” porque me ha parecido que en este autoanálisis del autor Francisco Ayala lanza una interrogante al lector indirectamente: ¿cómo fue tu infancia? Y la verdad es que mi propia respuesta -por egocéntrico que pueda sonar- me ha parecido interesante para ser narrada en este escrito.
Mi madre y yo hablamos de muchos temas: política, actualidad, asuntos familiares, religión, el instituto, mi hermano pequeño y un largo etcétera del que me siento muy orgulloso, pues la comunicación y la afinidad con una madre es un gran tesoro que muchos jóvenes no saben apreciar. Durante nuestras conversaciones a mi madre le encanta recordarme mi madurez prematura entre algunos temas, y aunque dicho así parezca que estoy contando un cuento de hadas y amor familiar, la realidad es que a mi madre le gusta referirse a mí para recordármelo diciéndome “niño viejo”. Sí, esa madurez prematura se traduce en ser un niño viejo y la verdad que mi madre tiene toda la razón, porque además no es algo que me ha llegado desde hace poco, parece ser que me viene desde pequeñito ese impulso por ser el nene que haga gracia por mostrar un discernimiento y una prudencia no propia de una cabeza tan pequeña.
Mi infancia ha transcurrido en Fuensanta, un reducido pero precioso y hospitalario pueblo de la vega granadina, de hecho tan reducido, que en él no se recibe la típica educación, pues esta se ve influida por un gran factor; solo hay un maestro de las asignaturas principales para todos los cursos de primaria, así que los alumnos están obligados a relacionarse con niños de edades diferentes. Aunque no solo influye esa circunstancia, hay que contar también el componente de estar solo unos quince niños para todo el colegio lo que hace aún más necesario que te adaptes para relacionarte con gente que se encuentra en una etapa bastante diferente a la que tú te encuentras. Son los ingredientes perfectos para armar un recetario entero de anécdotas.
La primera que se me viene a la mente tiene como protagonista a un nene en primero de primaria y a pesar de lo pequeño que era la recuerdo perfectamente. El único chico de mi edad en todo el colegio y yo estábamos jugando en la arena porque, como era costumbre, los grandes no nos dejaban jugar al fútbol con ellos. Como siempre, se jugaba al fútbol con un balón de cuero resquebrajado por la lluvia y que a cada bote esparcía un líquido marrón verduzco producido por el tinte que daba el color pistacho a la pista. Pablo, el mayor de los grandes, un apasionado por este deporte, era de esos chicos a los que no le gustaba perder ni en el patio del colegio, nunca mejor utilizada esta frase hecha, y por tanto, en unos de sus típicos cabreos tiró con gran potencia el destartalado balón haciendo trizas las gafas de otro chico no mucho más pequeño que él. Como un resorte, el chico que vio -quizá no demasiado bien debido a sus dioptrías -sus gafas destrozadas, salió corriendo a recriminarle a Pablo su acción entre gritos, sollozos, lágrimas y mocos, sobre todo mocos; este no lo esperaba amedrentado ni mucho menos arrepentido por su acción.
Y aquí entro yo, un niño que no llegaba al metro y medio entre, lo que para mí eran, dos torres, poniendo calma y ayudando a tranquilizar y a aliviar el conflicto mientras que los que después eran llamados chivatos avisaban a la profesora, la cual premió mi acto con un mes en el puesto de delegado. Ese chico que no llegaba a metro y medio creció y llegó a ese metro y medio, tampoco mucho más. De vez en cuando me acuerdo de como durante mis años de quinto y sexto en los que me coroné como el mayor del colegio (lo que significaba mucho para mí) la maestra pedía de vez en cuando mi ayuda con problemas entre los más pequeños a los cuales ayudé con la lectura de sus primeras palabras, con sus primeros problemas amorosos paro los cuales, ingenuo de mí, me sentía con valor de aconsejar, con sus primeros lanzamientos a portería o sus primeras volteretas en la colchoneta verde oscuro que tanto me costaron a mí. Recuerdo con melancolía los abrazos y lloros de los tres niños de infantil, a los que sentía como hermanos pequeños, cuando me tocaba dar el paso y marcharme al instituto.
Todavía le agradezco a ese yo del pasado el gran esfuerzo por madurar y aunque ahora mi madre me llame niño viejo, sé que está orgullosa de que pueda ayudarles con mi hermano pequeño, el cual apunta a ser también un viejecillo en un cuerpo de niño, solo espero que como yo, viejo o no, disfrute de su infancia como todo niño debe de hacer.