miércoles, 2 de enero de 2019

Me enamoré de una sirena
         Los cantos se escuchaban desde mi posición, y he de reconocer que hacían que mis oídos quisieran fundirse como si de miel estuvieran compuestos. Al acercarme contemplé la verdadera belleza. No se encuentra en tierra firme, entre montes y valles, ni escondida en un tesoro de oro puro cuyo cofre se enterró. La tenía frente a mis ojos, era una sirena. Su cabello de cordeles de oro rizado parecía no inmutarse con el contacto del agua. Sus labios melosos estaban cubiertos de un color carmesí. Sus ojos eran dos estrellas bajadas del firmamento. Esa era la belleza. Su voz no cesaba de sonar en aquel espacio estrecho entre la roca y el mar. Sentada, acariciaba su cola con verdes escamas que recordaban a la pura esmeralda que podía cualquiera hallar en el cofre más lujoso. 
    Sin percibir que mi cuerpo se movía en su dirección, sus labios llamaban con los ecos de su canto a los míos, que, cansados de la soledad del mar, le concedieron el gusto. Sabían a caramelo. Sus labios sabían a caramelo. Entonces recordé las leyendas de los viejos lobos de mar de la taberna. “Las sirenas son seres que llegan a matar con sólo acariciar tu rostro”, decían. En cambio, yo le permití acariciar todo lo que  a aquella criatura se le antojó acariciar. 
     Lo que me queda de recuerdo después de eso es un leve desmayo que, sin saber cómo, concluyó con mi cuerpo tendido en la arena de la costa más cercana al pueblucho donde vivía, y una congregación de gente alabando a Dios por mi salvación. ¿Salvación? Yo creo que no. No si no puedo palpar de nuevo su cintura. No si no contemplo de nuevo sus ojos. No si sus labios han quedado vetados para siempre a mi capricho. Lo llamaron salvación porque, para ellos, respirar es sinónimo de vivir. Pero mis pupilas se atreven a diferir en cuanto a esa visión: para mi vivir no es respirar, es actuar sin miedo a perder esa respiración. Y yo puedo contar la historia de un beso de sirena porque el miedo a morir no me impidió sucumbir a sus encantos. De hecho, lejos de renunciar a ese placer, vuelvo a sentir la necesidad de la magia del momento. 
     Mi barco siempre seguirá mis paseos por el mar, y si sólo yo navego, nadie me privará del placer de unos labios sobrehumanos, de un tacto de terciopelo gélido a la vez que cálido, de unos ojos únicos en el mundo. Me enamoré de una sirena y quise salir a navegar, encontrarla y perder mi último aliento por amor. 
    Y así, camino hacia el lugar de los hechos, pienso las palabras que articularé. “Yo te vi, te palpé, te besé. ¿Recuerdas mi voz? Me senté en la orilla de la cala para admirar tu belleza. Me enamoré.” Esperaré la respuesta el tiempo que haga falta. Por amor, bastante tiempo puede convertirse en un suspiro. Además, en un mar lleno de sirenas debe ser precioso agotar el oxígeno de tus pulmones en el acto del último expirar.
                                                                             
                                                                         Ana Arco Garciolo

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