Recuerdos inventados
Me rodean paredes que parecen estar barnizadas en nieve recién caída. En el centro de esa sala de forma rectangular en la que apenas había una ventana, una mujer de avanzada edad me observaba y analizaba todos los movimientos que realizaba, como si así pudiese sacar en claro una imagen de mi personalidad o mi tipo de conducta. Con una voz dulce me invitó a sentarme en un pequeño cojín de terciopelo rojo que hacía un contraste impresionante con el blanco pulcro de todo aquello que me rodeaba, y que se veía intensificado por la luz del sol que se colaba por la única ventana que allí se podía percibir. El silencio nos acompañó durante un largo periodo de tiempo. Cuando por fin pareció encontrar las palabras que se habían perdido en los laberintos de su garganta, me hizo una única pregunta:
- ¿Recuerdas algo de tu infancia, Lucas?
No sé exactamente que respuesta pretendía recibir de un adolescente como yo era en aquel entonces, de quince años, así que le articulé la respuesta que yo creí conveniente.
- Sí, doctora Ramírez.
- ¿Puedes contarme alguno de esos recuerdos que afirmas tener? – interpeló.
Rebusqué los mejores momentos de mi infancia y elaboré un esquema mental para contarlos todos sin saltarme los detalles más importantes.
- Recuerdo la sensación de libertad cuando andaba por la orilla del río que había cerca de casa. El viento siempre corría entre la arboleda y en verano era el sitio más refrescante del pueblo. Mi perro se revolcaba en el agua clara que bajaba directamente del monte, que aparentemente siempre permanecía nevado, o al menos así lo recuerdo. También recuerdo las noches en vela en el altillo de casa de mis abuelos leyendo esos libros que me tenían terminantemente prohibido leer porque podían causarme pesadillas. Uno de los libros era de Edgar Allan Poe. El primer relato que leí de ese hombre tan macabro fue el corazón delator. Lejos de causarme pesadillas se me antojó gracioso como la locura es capaz de jugar con la mente humana. Otro recuerdo que he escarbado en mi mente durante el silencio es la muerte de mi hermana, con apenas la edad de un año, por una neumonía un invierno que la nevada impedía incluso encender la chimenea. Mi familia estaba muy alicaída, incluso el perro perdió su vitalidad habitual. Mi hermana ya tenía un resfriado, pero ningún miembro de aquella numerosa familia imaginó que esas fuesen a ser las consecuencias. Otra memoria, esta ya más alegre, fue cuando perdí mi primer diente. Se quedó incrustado en una manzana, merendando con mi amigo Óscar. El ratoncito Pérez, en el cual yo creía de pequeño, se confundió con los colores de los billetes y por error dejó cincuenta euros detrás de la puerta, que era dónde yo colocaba los dientes, pues me infundía temor y cierta repugnancia saber que había un roedor cerca de mi cabeza. ¿Puedo parar ya, doctora Ramírez?
Su respuesta fue afirmativa. Antes de poder salir por la puerta me informó de que mi estancia allí se prolongaría. Ante mi cara atónita se dignó a responder:
- Continúas teniendo trastornos en los recuerdos. Nada de lo que has dicho es verdad. ¿Sabes a qué se debe tu estancia en este centro psiquiátrico? – Negué con la cabeza. – Mataste a tu familia con tan sólo siete años, y sigues creyendo que tuviste una infancia normal.
Ana Arco Garciolo
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